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martes, 9 de abril de 2013

Microrrelatos - TH Magazine Nº3 Marzo 2013

¿Has leído ya los microrrelatos del número de Marzo?

Si no lo has hecho, aquí te los dejamos.

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En tus ojos

—¿Qué pasa chico?
—No pasa nada.
—¿Nada? Tienes la sonrisa en los ojos y por toda tu cara. —Y siguió sonriendo mientras se colgaba a su cuello y le besaba en los labios con lentitud hambrienta.
Porque estaba feliz, tanto que podría bailar sin música y cantar sin letras; tanto que se le carcomía la melancolía, porque no podía decirle la razón. —¿Qué pasa, Bill?
Bushido volvió a preguntar, pero él se limitó a dejar que se alimentara de su cuerpo como todas las noches. Porque no podía decirle a su amante que el amor de su vida le correspondía.
Porque tenía que morderse la lengua mientras gemía para no equivocarse de nombre.

                                                                                                   Moonchild
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Debut & Despedida

El gran Bill está preparado y finalmente da inicio. Elige cuidadosamente su flecha. El momento es idóneo. Coloca la flecha en el arco. Respira para relajarse. Sonríe, un poco nervioso. Apunta; a la cabeza no, al corazón. La iluminación del sol otorga al acto una inusitada naturalidad que espera que oculte el centenar de veces que practicó a solas. Tensa la cuerda. Ya imagina el clamor de adoración por anticipado. Respira una última vez. Largos años se han resumido a este segundo. Dispara. Bien directo. En el segundo en que la expresión de Tom flaquea, sabe que no obtuvo el efecto deseado. Ve cómo el horror se derrama en sus facciones. Es lacerante. Contiene su angustia y aparta las otras flechas. Esboza una sonrisa frágil. Ya no quiere un beso triunfal, sólo una salida digna.
            
                                                                                                 Jeadore
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Humo

Bill le arrebató el cigarrillo de la boca y le dio una profunda calada. Era la última vez, debía ser la última vez. El humo arañó su garganta, corroía su sangre al compás de la ceniza. Debía consumirlo despacio, pues con cada calada se quemaban segundos vitales, y los necesitaba. Necesitaba un poco más, quizás otro beso, o una caricia perdida después del placer. Quizás un momento eterno y ondulante como el humo que ascendía, tan alto. Hasta desaparecer

La noche siguiente, a pesar de todo, volvió a pedirle fuego. Y Tom se lo dio.

                                                                                                Archange
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De madrugadas

Tanto Bill como Tom, voltearon hacia atrás, mientras subían las escaleras de su jet privado y le decían adiós a esa tumultosa ciudad y a sus angelinos.
Una vez dentro, enfundados en abrigos y sentados en sus asientos, Tom y Bill se tomaron de las manos sin verse, sin decir nada, sin respirar…
Y esa fue la primer madrugada.
La segunda madrugada los encontró dormidos, con el sol rayando los edificios más altos, y con una pista de aeropuerto vacía; sin camarógrafos, sin seguridad, sin fans…
De la tercera a la quinta se la pasaron moviendo muebles, decorando…
La sexta madrugada encontró a Bill tendido en brazos de Tom, suspirando, con lágrimas colgando al filo de sus pestañas.
Tom sabía que era difícil, Bill también, y todas las madrugadas que los habían visto, sabían cuán necesario era huir. La séptima madrugada se aleja, diciendo hasta mañana, cuando el sol anuncia el último día de su primer semana como civiles; sin flashes, ni glamour, ni fans, ni nada. Solo Bill, Tom, sus mascotas, y su vida.
La octava madrugada los encuentra saliendo de casa, con bolsas y con Scotty listo para un largo paseo por la ciudad, entre la gente que va poniendo sus puestos de venta y saludándoles con esa cortesía de los ingleses.
Y mientras se marcha, la octava madrugada los observa caminar, sonrientes y saludando a las personas que desconocen su antigua vida.

                                                                                                  Vivian W. Grayson
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Puerta cerrada

—No me toca a mí dar las clases de moral, Georg. Y no creo que tú seas el indicado tampoco.
Sabían que no se había llevado a nadie más al hotel esa tarde, pero después de que Gustav se encogiera de hombros él sólo pudo suspirar.
Después de todo, para eso son las puertas: si no puedes verlo no existe, y si la puerta permanece cerrada, todos están durmiendo.
                     
                                                                                                   Moonchild

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Bill de las nieves

Aquel majestuoso castillo parecía estar cada vez más próximo al cielo. Tom no sabría decir con exactitud cuántas veces había llamado a su dueño con injustificada ilusión. Por su parte, Bill contemplaba la escena desde el balcón de sus aposentos. Su mirada álgida penetró en los ojos fatigados del intruso, quien se rehusaba por completo a debilitarse.
El valeroso joven arremetió fieramente contra aquel portón infranqueable. Con el paso del tiempo, Tom había aprendido a inmunizarse al dolor, por lo que no prestó atención a las heridas que se abrieron en su piel. Su pasión ahora desmedida amenazaba con derretir su morada, mas Bill permanecía inmutable ante el peligro.
Bill Kaulitz era un muchacho de una belleza cautivadora, pero de un hielo brillante y cegador. Sin embargo, tenía vida; aún sin haber rastro de emoción en ellos, sus ojos centelleaban como estrellas. Aunque Bill era frío como el acero, sus gritos de ira resonaban constantemente en las paredes del castillo. Todas las puertas y ventanas que conducían a él, eran de viento cortante; nadie había conseguido atravesarlas jamás.
Oh, pero Tom no perdería la esperanza. Algún día, lograría acariciar su corazón.

                                                                                                    Gema Gozalo

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Ella

Cuando Bill la vio llevaba un vestido claro de verano y el cabello despeinado por la brisa. Caminaba por la acera con pequeños pasos, abrazando a un gatito negro. Bill no pudo dejar de observar sus gestos, delicados y un poco torpes, o como arrugaba la nariz cuando sonreía. En un impulso se acercó a ella y la invitó a tomar café en un lugar tranquilo. Pronto llegaron las risas, las palabras cómplices, los besos en la penumbra. En un hotel discreto descubrió la dulzura de su piel, y locos de alegría caminaron de la mano por una ciudad recién nacida a sus ojos.

Entonces aparecieron los paparazzis. Habían olfateado la presa y no pensaban soltarla sin luchar. Tuvieron que esconderse. Llegaron los guardaespaldas, los horarios y los contratos de confidencialidad. No pudieron volver a pasear bajo las estrellas, ni compartir el más pequeño beso a la luz del día. Las stalkers la amenazaban de muerte y las fans la despreciaban y mancillaban su nombre. Se asfixiaban, y con las angustia llegaron las peleas y los llantos. Nunca más volvieron a encontrarse…

Cuando Bill la vio llevaba un vestido claro de verano y el cabello despeinado por la brisa. Caminaba por la acera con pequeños pasos, abrazando a un gatito negro.

Entonces, con un nudo en la garganta, la dejó pasar y siguió su camino.

                                                                                                  Archange

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Bach

"A cada ráfaga de viento que recorría la solitaria plaza, él se sentía más congelado. Maldijo; ¿por qué se le había ocurrido llevar su auto al taller? Alzó la mirada sólo para descubrir la amenaza inminente de una tormenta. Vislumbró una cafetería e imaginó que desde allí podría llamar a un taxi. Sólo debía atravesar la plaza.

A medio camino, se detuvo. Sonidos extraños a los habituales lo envolvieron. Allí, cerca del monumento, un arco se lanzaba inclemente contra las cuerdas mientras dedos expertos se movían sobre el mástil. Quiso pensar en sus guitarras, pero estaba obnubilado por la tristeza que esparcía la pieza. Y, sin más, sonidos que lo instaban a huir, a volverse uno con el viento y entrometerse en todos lados.

Pero no podía. Estaba enraizado al suelo y al sonido del violín. A merced de las manos de aquella persona, tan abrigada que era imposible de reconocer. Sólo podía ver su pasión, su constancia, su ternura. El modo en que las notas se sucedían lo invadían de una tristeza que irónicamente lo complacían.

Y, entonces, las gotas.

El arco se separó de las cuerdas, la mano se cerró alrededor del mango y la pieza se detuvo bruscamente. No. No podía acabar así. En su mente sólo cabía la posibilidad de pedirle a esa persona que vuelva a la plaza a tocar todos los días por el resto de su vida. Aun si él fuera su único oyente.

En cambio, Tom gritó:

—Hey, ¿quieres un café?"

                                                                                                Jeadore



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